worldcantwait.org
ESPAÑOL

Español
English-LA
National World Can't Wait

Pancartas, volantes

Temas

Se alzan las voces

Noticias e infamias

De los organizadores

Sobre nosotros

Declaración
de
misión

21 de agosto de 2015

El Mundo no Puede Esperar moviliza a las personas que viven en Estados Unidos a repudiar y parar la guerra contra el mundo y también la represión y la tortura llevadas a cabo por el gobierno estadounidense. Actuamos, sin importar el partido político que esté en el poder, para denunciar los crímenes de nuestro gobierno, sean los crímenes de guerra o la sistemática encarcelación en masas, y para anteponer la humanidad y el planeta.



Del directora nacional de El Mundo No Puede Esperar

Debra Sweet


Invitación a traducir al español
(Nuevo)
03-15-11

"¿Por qué hacer una donación a El Mundo No Puede Esperar?"

"Lo que la gente esta diciendo sobre El Mundo No Puede Esperar


Gira:
¡NO SOMOS TUS SOLDADOS!


Leer más....


El río Kwai pasa por América Latina

Ariel Dorfman
2014-05-17

Me pregunto si los millones de británicos que creen que la tortura es “a veces necesaria y aceptable” –un escalofriante 36%, según un informe que publicó hace poco Amnistía Internacional– se han cruzado alguna vez con alguien que haya sufrido tal suplicio.

Tal vez piensan que ese tipo de vejamen no les atañe porque únicamente toca lejanas vidas asechadas por guerras y conflictos incomprensibles. Por cierto que se equivocan.

Cuando leo una estadística semejante –u otra aún más desconcertante que indica que 44 % de los ciudadanos de Gran Bretaña rechaza la idea de prohibir la tortura a nivel global–, me vuelve a la memoria un hombre al que conocí hace 20 años, no en mi Latinoamérica nativa ni en las tierras remotas donde la tortura es endémica, sino en una casa de la extremadamente inglesa y gentil ciudad de Berwick-upon-Tweed.

En aquella ocasión todos los presentes terminamos llorando –todos, salvo el hombre que nos había causado esas lágrimas, un exprisionero de guerra por el que mi hijo Rodrigo y yo habíamos viajado miles de kilómetros para entrevistarlo. Teníamos la esperanza de hacerle justicia a su historia personal en un drama para la BBC, Prisioneros en el tiempo, que se basaba en el mismo material autobiográfico usado en Un pasado imborrable, la recién estrenada película con Colin Firth y Nicole Kidman.

¡Y era una historia deveras extraordinaria!

Eric Lomax, un oficial británico durante la Segunda Guerra Mundial, había sido torturado por los japoneses en Tailandia, mientras se construía, con trabajo forzado, la ignominiosa línea de ferrocarril entre Bangkok y Burma, que se hizo notoria a raíz de otro film, El puente sobre el río Kwai. A Eric, como a tantas víctimas de vejámenes, la experiencia le siguió rondando cada noche y cada día de una vida dominada por el recuerdo de su agonía y el apremio insaciable de vengarse. Lo que distinguió a Lomax de la mayoría de quienes, en todo el mundo, sufrieron similares actos de crueldad fue que logró, a los 40 años de su martirio, ubicar al intérprete anónimo al que responsabilizaba de esa afrenta.

Lo verdaderamente increíble, sin embargo, es que Takashi Nagase, una vez identificado como el hombre que presidió sobre sus brutales interrogatorios, resultó ser un monje budista. Nagase se había pasado décadas después de la conflagración denunciando a sus compatriotas por sus crímenes y haciendo penitencia por su rol en la guerra, cuidando a miles de huérfanos de los asiáticos que habían fallecido trabajando en la línea del tren. La imagen de la guerra que más le atormentaba era justamente la de un gallardo teniente inglés cuya tortura había facilitado y al que presumía muerto. Pero una vez que Eric Lomax reapareció en su vida, una vez que los dos antiguos enemigos, ya ancianos, acompañados ahora por sus respectivas segundas esposas, se encontraron en Kanchanaburi, junto al río Kwai, donde se habían enfrentado por última vez en circunstancias bien diferentes, una vez que los dos se miraron de frente, cara a cara, Nagase le pidió perdón por el dolor causado. No fue fácil ni inmediato para Eric Lomax tal acto de magnanimidad. Unas semanas más tarde, sin embargo, en Hiroshima, uno de los lugares más improbables, Lomax le ofreció a Nagase la absolución que necesitaba para poder vivir y morir en paz.

La BBC me había escogido a mí (y a Rodrigo, mi habitual coguionista) para escenificar este relato debido a que mi obra La muerte y la doncella ya había sondeado los temas de la tortura, la memoria, la compasión y la venganza desde la perspectiva de un Chile posdictatorial. Pero en mi obra el perdón no era central en la trama: ni el verdugo lo pedía ni la víctima estaba dispuesta a brindárselo. De modo que el dilema de Lomax me pareció una manera de profundizar mi exploración original con una serie de nuevas interrogantes. ¿Acaso la reconciliación es, en efecto, posible cuando las heridas son tan atroces y permanentes? ¿Algo cambia si el culpable declara que se ha arrepentido? ¿Cómo podemos saber si esas declaraciones son legítimas, si el remordimiento no es más que un subterfugio del ego, una acomodación para quedar bien ante la opinión pública?

Y también tuvimos que plantearnos un desafío estético: Dada la extrema reserva de ambos antagonistas, su inhabilidad para articular ante sí mismos o ante los demás lo que habían sentido a lo largo de tantos años, ¿cómo imaginar para la pantalla un diálogo que no traicionara la solitaria angustia de seres humanos de carne y hueso que tendrán que contemplar su existencia expuesta al juicio y la mirada de millones de espectadores? ¿Cómo transmitir aquella historia de un silencio inclaudicable a lejanos espectadores incapaces de imaginar lo que la tortura deja como herencia perversa?

Nuestra visita a Eric y a su esposa Patti en su hogar al norte de Inglaterra tenía como propósito tratar de extraer de ese hombre emocionalmente reprimido, y hasta diríase mutilado, alguna mínima información –enteramente ausente de la autobiografía que ya había escrito– acerca de cómo había sobrellevado el páramo de su tristeza, qué significaba haber subsistido tanto tiempo más muerto que vivo. Nos acompañaban el director del filme, Stephen Walker, así como la célebre psiquiatra, Helen Bamberg, que había ayudado a Eric a poner nombre a sus demonios, salvándolo a él del suicidio y, de paso, salvando su matrimonio.

Ese día, en Berwick-upon-Tweed, Eric, al final de una prolongada y ardua sesión repleta de monosílabos, nos confió una historia desgarradora e inverosímil. Nos dijo que, cuando retornó a Inglaterra en 1945, después de tres años aterradores como prisionero de guerra había descubierto, justo antes de bajar del barco, que el Ejército Británico le había sustraído de su sueldo atrasado el costo de unas botas que había perdido durante su cautiverio. ¡Como si la culpa fuera suya!

Helen Bamberg, quien había conseguido que Eric se fuera expresando lentamente a lo largo de muchas conversaciones, le preguntó si él había mencionado el ultraje de las botas a alguien cuando desembarcó.

–A nadie –dijo Eric. Y enseguida, después de una pausa que pareció infinita–: Nadie me estaba esperando en el muelle. –Se detuvo, y nuevamente transcurrieron largos minutos de silencio hasta que, por fin–: Solamente una carta de mi padre. Informándome que se había vuelto a casar, puesto que mi mamá había muerto tres años antes. –Otra pausa interminable–. Ella se murió pensando que me habían matado. Todo ese tiempo le estuve escribiendo cartas y ella estaba muerta.

Fue entonces cuando todos nos pusimos a llorar.

No fue tan sólo porque nos dolía su tragedia. También porque Eric había relatado la historia de su pérdida en una voz monótona, sin sentimiento aparente, como si toda la desesperación perteneciera a otra persona, a alguien enteramente ajeno. Es una disociación típica de víctimas de tortura. Su supervivencia mental durante el castigo y los incesantes años venideros depende de la capacidad para distanciarse del cuerpo y su destino. Y es en esa distancia donde han de residir para siempre.

Llorábamos, creo, por la humanidad. Llorábamos en el living de los Lomax porque nos golpearon la realidad y la realización de una verdad que muchos prefieren evitar: hay daños infligidos a otros seres humanos que terminan por ser irreparables. Eric Lomax había vencido la rabia que le devoraba y, comunicándose con una profunda fuente de piedad, había llegado a compadecer al hombre que lo había destruido. Y no obstante este viaje de superación ética, quedó algo en él que no podía repararse.

El filme que escribimos con Rodrigo tenía que ser fiel a la desolación de lo irreparable y al mismo tiempo no traicionar esa paz interior que Eric había alcanzado, el hecho de que ya no oía la voz de Nagase en su cabeza y en sus pesadillas susurrándole: “Confiesa, Lomax, confiesa y no hay más dolor”. Esa victoria espiritual de Eric sobre el miedo y la furia no se había obtenido en forma aislada ni solitaria. Cooperaron en esa tarea su mujer, Patti, y Helen Bamberg y su persistente proceso terapéutico. De hecho, el rastreo de su enemigo no pudo tener éxito en tanto Eric no logró comprender plenamente el daño padecido. Tuvo que enfrentar el horror indecible de su trauma para que le fuera posible encontrar casi mágicamente a Nagase, cuya identidad real hacía décadas estaba a plena vista.

Para nosotros, la desventura de Eric y su intento de hallar la reconciliación adquirió un sentido especial, conectando su existencia con la de tantos amigos en Chile y otros países que habían sido sometidos a interrogatorios igualmente bárbaros, entendiendo que todos los torturados del mundo comparten los mismos problemas y dolores. Justamente, el método que Helen Bamberg empleó para resucitar la memoria de Eric y restaurar su salud mental se había elaborado como una respuesta terapéutica al diluvio de torturados latinoamericanos que habían sido exiliados a Inglaterra durante nuestras dictaduras de los años 70 y 80. Eric Lomax, afirmaba Helen, tuvo el triste privilegio de convertirse en el primer veterano de la Segunda Guerra Mundial con síndrome postraumático que pudo aprovecharse de este nuevo tratamiento psicológico.

No podíamos saber, por cierto, que el 11 de septiembre de 2001 nos aguardaba, que el suplicio del submarino con que los japoneses castigaron a Eric en 1944 y que los militares latinoamericanos usaron contra sus propios compatriotas décadas más tarde, se volverían comunes y corrientes cuando Estados Unidos y sus aliados lo utilizaran en el combate contra el terrorismo. Y tampoco podíamos adivinar que tantos millones manifestarían hoy su indiferencia ante un tipo de vejación que ha sido clasificada como un crimen contra la humanidad, penada en todos los tratados y leyes firmados por la inmensa mayoría de las naciones.

Parecería, entonces, que la historia de Eric Lomax es, en nuestro mundo contemporáneo, más relevante que nunca. Mi hijo y yo tuvimos la fortuna de contar en nuestro filme con un actor como John Hurt para interpretar la odisea de Eric hacia su liberación. Y ahora, 20 años más tarde, el público tiene la oportunidad de reconocer, a través de la representación emotiva de Colin Firth, ese dolor insondable, de hacerlo real. ¿O podemos aceptar que las preguntas que Eric Lomax se hizo acerca del perdón y la venganza, acerca de la redención y la memoria, ya no perturban a nuestra humanidad?

Me gustaría saber cómo nuestro amigo Eric, quien falleció en 2012, reaccionaría ante la noticia de que tantos compatriotas suyos han proclamado que encuentran perfectamente tolerable la tortura. Seguramente él les susurraría las mismas palabras que escribió a Nagase cuando lo perdonó: “Alguna vez el odio tiene que acabarse”.

*Ariel Dorfman es el coautor, con su hijo Rodrigo, de Prisioneros en el Tiempo, que ganó el galardón del Mejor Guión de la Televisión Británica en 1995.


 

¡Hazte voluntario para traducir al español otros artículos como este! manda un correo electrónico a espagnol@worldcantwait.net y escribe "voluntario para traducción" en la línea de memo.

 

¡El mundo no puede esperar!

E-mail: espagnol@worldcantwait.net