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Psicólogos enfrentan las consecuencias de ayudar a torturar, pero no es suficiente.

Roy Eidelson
The Washington Post
23 de octubre de 2017

Ninguno de nosotros debería ayudar a infringir daño. Pero muchos todavía lo hacen.


Manifestantes despliegan pancarta anti tortura en Washington D.C en el 2006 (Mark Wilson/Getty Images)

El pasado agosto, dos psicólogos, James Mitchell y Bruce Jessen, llegaron a un acuerdo por la demanda presentada en su contra por parte de La Unión Americana de Libertad Civiles (ACLU) representando a tres ex detenidos de la CIA (Agencia de Inteligencia Central). Los psicólogos fueron acusados de diseñar, implementar y supervisar el programa experimental de tortura y abuso de la CIA (su compañía consultora recibió decenas de millones de dólares). La evidencia en su contra era abrumadora: el reporte detallado del senado, deposiciones, documentos recién desclasificados e incluso las memorias de Mitchell. Antes de llegar a un acuerdo, Mitchell y Jessen negaron cualquier responsabilidad legal y sus abogados argumentaron su inculpabilidad comparando a sus clientes con técnicos de bajo nivel cuyos jefes proveyeron el gas letal para los campos de exterminación de Hitler.

Como un psicólogo que ha pasado la última década trabajando con colegas y otros defensores de derechos humanos para reestablecer la moral de mi profesión en contra de la tortura, reconozco el acuerdo como un logro, aunque no fuera el descubrimiento de responsabilidad que yo hubiera escogido. El caso marca el primero en la estancia legal de responsabilidad para cualquier tipo de psicólogos que han abandonado los estándares de ética y decencia básica, argumentando que estaban únicamente obedeciendo las órdenes de tortura del gobierno. Llegar a este punto fue una batalla difícil y todavía queda un largo camino que recorrer para lograr que la participación de psicólogos en tortura llegue a su fin para siempre.

Después del 11/9, Mitchell y Jessen fueron dos de los varios psicólogos que, siguiendo su llamado de patriotismo o extraordinarios días de pago, actuaron como jugadores clave en la maquinaria de guerra que metódicamente rompió las mentes y los cuerpos de los prisioneros. Las políticas de gobierno requerían que un psicólogo estuviera presente a la mano cuando un detenido era sujeto a técnicas de tortura como “el submarino” o waterboarding. La racional perversa: de acuerdo con los memos de abogados del gobierno en ese momento, “la observación cercana” por parte de profesionistas de la salud constituía evidencia clara de que no había ningún intento específico de causa de dolor o sufrimiento.

El número de psicólogos que fueron parte, directa o indirectamente, en operaciones de abuso de detenidos, es desconocido. Pero es probable que estuvieran presentes en instalaciones alrededor del planeta, incluyendo los “hoyos negros” de la CIA en Afganistán, Cuba, Tailandia, Polonia, Rumania y Lituania. Ninguno de estos psicólogos fue o ha sido sancionado por violaciones de ética por consejos de licencia o asociaciones de profesionistas, incluyendo los pocos cuyas identidades se conocen. En parte esto es porque la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, siglas en inglés), la organización más grande de psicólogos en el mundo, no defendió de manera efectiva los principios sólidos de la profesión de no hacer daño.

En el 2007, en la reunión anual de la APA en San Francisco, fui a dar una plática acerca de propaganda de guerra y me quedé conmovido e inspirado por presentaciones y protestas iluminando el rol que los psicólogos jugaron en las operaciones de detención y de interrogación por parte de los Estados Unidos. Me uní al grupo que presionó la APA para corregir el curso del barco. Nuestros esfuerzos incluyeron investigaciones extensivas, peticiones en línea, videos defensores, artículos de opinión, nuevos comunicados, conferencias, protestas, referendos para los miembros de la APA, campañas para los puestos de líderes dentro de la organización y quejas de ética.

A lo largo de una década, nuestros esfuerzos rutinariamente terminaban en negativas, muros y ataques personales dentro de nuestra profesión. En foros públicos, el director de ética de la APA descartó reportes por parte de detenidos acerca de abusos sufridos, catalogados como “rumores sin fundamentos”. Un presidente de la asociación condenó las voces opositoras como “comentadores oportunistas disfrazados de educadores”. Otro nos aconsejó “bajar el tono de la indignación”. Un psicólogo militar de alto rango presumió en sus memorias que “confronté uno de mis críticos y lo amenacé para que se callara la boca o si no lo hacía yo”.

En otras palabras, los líderes de la APA, voluntariamente estaban creando opciones políticas que sirvieron como apoyo, y no de oposición, para las operaciones de interrogación y detención del gobierno, insistiendo que los psicólogos apoyaban en asegurar que las operaciones fueran “seguras, legales, éticas y efectivas”. Nos quedamos desconcertados y angustiados de ver que permitieron que determinaciones cruciales acerca de éticas psicológicas fueran guiadas por los métodos de la administración de George W. Bush y su guerra contra el terrorismo, que incluía tortura.

Hace tres años, finalmente, sucumbiendo ante una cantidad inmensa de presión, la APA comisionó una revisión independiente, conducida por el abogado David Hoffman de la firma de abogados Sidley Austin. El reporte de 500 páginas confirmaba lo que nuestra investigación había encontrado. Concluyó que la APA, a pesar de la creciente evidencia de maltrato de detenidos, secretamente se había coordinado con oficiales del Departamento de Defensa para promover políticas de ética que coincidieran con las preferencias del gobierno. Esto se logró, en parte gracias a un equipo especial de la APA con militares que eran parte de la Inteligencia y en la confianza que se les tuvo a los representantes del Pentágono para ayuda detrás de bambalinas que ayudaron en redactar y vetar declaraciones subsecuentes de la APA, así como comunicados de noticias. El reporte también concluía que los líderes de la APA escogieron este camino para "preparar favores” con el establecimiento miliar, una fuente lucrativa de grandes contratos y concesiones, y para facilitar el crecimiento del uso de la psicología en esta área llena de ética.

Poco después del lanzamiento del reporte en julio del 2015, líderes de la APA publicaron una declaración que incluía una disculpa por la “falta de claridad y consistencia en la postura anti-tortura” y una expresión de arrepentimiento de “algunos de los miembros de la APA y otros críticos que fueron privada y públicamente descontados por levantar preocupaciones”. El mes siguiente, el liderazgo de la APA tomó medidas importantes para prohibir a los miembros de participar en interrogaciones de seguridad nacional, trece años después de que Mitchell le vendiera a la CIA “el submarino” o waterboaring mientras era miembro de la APA.

Es tentador creer que el acuerdo de la ACLU con Mitchell y Jessen significa que la era de impunidad y tortura ha llegado a su fin, incluso aun cuando ninguno de los dos sufrió consecuencias serias. Pero lo dudo por tres razones: tenemos un comandante en jefe con mentalidad autoritaria que insiste que la tortura funciona. Durante su campaña para la presidencia, Donald Trump declaró que “restituiría mucho más que el waterboarding”. Desde que es presidente, ha nombrado un director de la CIA que argumenta que Mitchell y Jessen son patriotas, no torturadores y un director adjunto que dirigía un sitio de tortura para la CIA y participó en la destrucción ilegal de evidencia en vídeo. Trump también nominó para un puesto en su gobierno a un abogado que escribió algunos de los infames “memos de tortura” mientras que trabajaba en la oficina de consejo legal de Bush. Y el presidente ha dado serias consideraciones para reabrir “sitios negros” de la CIA y para la expansión del uso de las instalaciones de detención de Guantánamo.

Dos, e igualmente seria, las encuestas de opinión pública de la pasada década han demostrado consistentemente que varios americanos (la mitad, a veces más) apoyan la tortura de sospechosos de terrorismo, por lo menos en algún momento. Esta postura ha persistido a pesar de que los “métodos de interrogación mejorados” han fracasado en producir información importante o útil, aun cuando el uso de la tortura ha dañado la autoridad moral de los Estados Unidos y a pesar de que los métodos grotescos mencionados contribuyeron a radicalizar nuevas generaciones de adversarios.

Tres, a pesar de que las reformas tardías de la APA son alentadoras, siguen siendo frágiles. Bandos influyentes dentro de la psicología, incluyendo miembros de la inteligencia militar, siguen intentando regresar el reloj. Continúan trabajando para desacreditar el reporte Hoffman y sus descubrimientos de años de colusión para regresar al uso rutinario y operativo de psicólogos en cuartos de interrogaciones y detenciones. Al extremo, algunos oponentes de políticas recientes han declarado que la APA se ha convertido en “co conspiradores voluntarios de los gustos de al Qaeda y de ISIS”.

Los psicólogos entienden muy bien el impacto duradero de un trauma. Los demonios de las heridas psicológicas profundas pueden continuar sin fin. Colegas que han trabajado con sobrevivientes de tortura describen los sentimientos abrumadores de impotencia, de quebrantamiento y de desconexión con otras personas, son el resultado de haber sido sujetos de agonizante abuso y de humillación en las manos de otro ser humano. Son acechados por flashbacks y pesadillas y un sentimiento duradero de seguridad que parece imposible lograr.

Por eso la complicidad de los psicólogos, sea a través de la participación activa del consentimiento silencioso, es tan atroz. Es por eso que nosotros (y otros profesionistas de la salud) debemos asegurarnos de que nuestro terrible pasado no reaparezca como un espantoso futuro. Las apuestas no podrían ser más altas. Los efectos corrosivos de la tortura son un asalto a la decencia humana y ultimadamente pone en peligro y nos reduce a todos.

Roy Eidelson, un psicólogo en Pennsylvania, es miembro de la Coalition for an Ethical Psychology y ex presidente de Psychologists for Social Responsibility.


 

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