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El Mundo no Puede Esperar organiza a las personas que viven en Estados Unidos para repudiar y parar el rumbo fascista iniciado durante el régimen de Bush y evidenciado en las ocupaciones asesinas, injustas e ilegítimas de Irak y Afganistán; la “guerra de terror” global de tortura, rendición extraordinaria y espionaje; y la cultura de discriminación, intolerancia y avaricia. A ese rumbo no le darán marcha atrás los líderes que nos instan a buscar puntos en común con fascistas, fanáticos religiosos e imperio. Solo es posible si la población forja una comunidad de resistencia –un movimiento independiente de grandes cantidades de personas—que, actuando en pro de los intereses de la humanidad, pone fin a dichos crímenes y demanda que se procese a los responsables por ellos.



Del directora nacional de El Mundo No Puede Esperar

Debra Sweet


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(Nuevo)
03-15-11

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10-12-08

■ El colapso está más cerca de lo que se cree; Kandahar, en poder de los rebeldes

Nadie apoya a los talibanes en Afganistán; todo el país odia al gobierno corrupto de Karzai

Robert Fisk (The Independent)

Kabul, 9 de diciembre. El colapso de Afganistán está más cerca de lo que el mundo cree. Kandahar está en manos del talibán –toda la ciudad, con excepción de 1.6 kilómetros cuadrados en el centro de la ciudad– y los primeros puestos de control talibanes están a escasos 24 kilómetros. El gobierno profundamente corrupto de Hamid Karzai es casi tan impotente como lo es el gabinete iraquí en la Zona Verde de Bagdad. De hecho, los transportistas afganos ahora llevan licencias del talibán, que opera sus propias cortes en áreas remotas del país.

La Cruz Roja ya advirtió que las operaciones humanitarias están siendo drásticamente socavadas en la mayor parte de Afganistán; más de 4 mil personas, un tercio de ellas civiles, han sido asesinadas en los últimos 11 meses, al igual que gran cantidad de soldados de la OTAN y 30 trabajadores humanitarios.

Tanto los talibanes como el gobierno de Karzai están ejecutando a sus prisioneros en cada vez mayor número. Las autoridades afganas ahorcaron este mes a cinco hombres por asesinato, secuestro o violación –si bien un prisionero, pariente lejano de Karzai, como era de esperar, vio su sentencia conmutada–. Hay más de 100 personas condenadas a muerte en Kabul.

Éste no es el resurgimiento de un Afganistán democrático, pacífico y “sensible a los géneros” que se le prometió al mundo después de derrocar a los talibanes en 2001. Fuera de la capital y en el lejano norte, casi todas las mujeres andan cubiertas toalmente con la burkha, mientras que combatientes originarios de Cachemira, Uzbekistán, Chechenia y hasta de Turquía están llegando a unirse a las filas de los talibanes. Se cree que hay más de 300 combatientes turcos en Afganistán, y la mayoría de ellos tiene pasaporte europeo.

“Nadie que conozco quiere que el talibán vuelva al poder”, me dijo un ejecutivo de negocios de Kabul –en estos días se insiste en el anonimato como en 2001–, “pero la gente detesta al gobierno y al Parlamento, que nada hacen por su seguridad. Con tantas personas desplazadas que llegan a Kabul desde las provincias, hay desempleo masivo, pero no existen estadísticas.

“El ‘libre mercado’ llevó a muchos al desastre financiero. Afganistán es sólo un campo de batalla de ideología, opio y corrupción política. Tenemos a todos estos consorcios comerciales que reciben contratos de gente como (la organización humanitaria) USAID. Primero se apropian entre 30 y 50 por ciento de sus propias ganancias, luego subcontratan a otras compañías, de manera que sólo queda 10 por ciento del presupuesto originalmente destinado a los afganos.

Afganos que trabajan para organizaciones de caridad y Naciones Unidas se quejan con sus patrones de que los talibanes los presionan y les exigen información o casas seguras. En el campo, los agricultores viven atemorizados por ambos lados de la guerra. Un funcionario de muy alto rango en una organización no gubernamental (ONG) de Kabul –quien insistió en el anonimato– dice que tanto los talibanes como la policía amenazan regularmente a pobladores de aldeas.

“Un grupo talibán de 15 o 16 personas puede llegar a la casa de un líder local y exigirle comida y alojamiento. El líder dice al pueblo que alimenten al grupo y le permita quedarse en la mezquita. Luego llegan la policía o el ejército y acusan a los habitantes del pueblo de colaborar con el talibán, detienen a hombres inocentes y amenazan a la comunidad con retirarles la ayuda humanitaria. Y siempre existe el peligro de que la aldea sea bombardeada por los estadunidenses”.

En Ghazni, el talibán ordenó que todos los teléfonos móviles fueran apagados entre 5 y 6 de la tarde por temor a que espías pudieran usarlos para revelar las posiciones de la guerrilla. La guerra de los celulares puede ser un conflicto en que el gobierno está ganando. Con la ayuda que Estados Unidos brinda a la policía del Ministerio del Interior, ésta ya está en condiciones de rastrear y triangular llamadas.

Una vez más, los estadunidenses hablan de formar “milicias tribales” para combatir a los talibanes, como hicieron en Irak y han intentado las autoridades paquistaníes en su frontera noroeste. Pero los caciques de los años 80 fueron corrompidos por los rusos cuando el sistema se puso en práctica hace dos años –se llamó Fuerza Policial Auxiliar– y fue un fiasco. Los miembros de esa formación dejaron de ir a trabajar, se robaban las armas y se unían a las milicias privadas.

“Cada vez que llega a Kabul un embajador occidental, vuelven a recalentar esta idea” dice otro desesperado activista de ONG. “Oh, formemos milicias locales, es una idea brillante”. Pero nada hacen por solucionar el problema del pillaje y la crueldad del talibán y los bombardeos aéreos que los afganos hallan intolerables. La comunidad mundial debe dejar de darle vueltas al asunto y pensar en los cimientos que debieron haberse construido hace cuatro o cinco años”.

Lo que esto significa para esos occidentales que han pasado años en Kabul es simple: ¿Es en verdad la “democracia” la ambición irrenunciable de los afganos? ¿Es posible crear un Estado federal fuerte? ¿Está la comunidad internacional dispuesta a combatir a los señores de la guerra y productores de droga del gobierno de Karzai? Y lo más importante de todo: ¿tiene el desarrollo realmente algo que ver con “mantener el control sobre el país? El viejo y cansado proverbio estadunidense de que “donde termina el pavimento comienza el talibán” es falso. Los talibanes están montando puestos de control en las carreteras recién reconstruidas.

El Ministerio de Defensa tiene 65 mil hombres bajo sus dudosas órdenes pero necesita 500 mil para controlar el país. Los soviéticos fracasaron en su intento de conservar el control sobre la nación con 100 mil hombres y 150 mil soldados afganos que los apoyaban.

Ahora que Barack Obama se prepara para enviar otros 7 mil soldados estadunidenses a ese pozo que es Afganistán, los españoles e italianos están hablando de retirarse mientras los noruegos podrían hacer lo mismo con sus 500 hombres en la zona del norte del país.

Repetidamente, los líderes occidentales se refieren a la “clave” de entrenar a cada vez más afganos para ingresar al ejército. Pero esa fue la misma “clave” usada por los rusos, y resulta que no funcionó.

“Nosotros” no estamos ganando en Afganistán. Hablar de aplastar al talibán es tan desolador e irreal como siempre lo ha sido. De hecho, cuando el presidente afgano trata de tener un encuentro con el mullah Omar –según Estados Unidos es uno de los principales objetivos de esta guerra miserable– ya se sabe qué esperar. Omar ni siquiera quiso hablar con Karzai.

La partición del país es una opción que nadie discutirá –darle el sur afgano a los talibanes y conservar el resto, pero daría pie a otra crisis con Pakistán ya que los pashtunes, la mayor parte del talibán, querrían todo lo que consideran es “Pashtuntistán” y que incluyen territorios tribales paquistaníes.

Esto también implicaría volver al “gran juego” de rediseñar las fronteras del sureste asiático, algo que, como la historia ha demostrado, siempre viene acompañado de derramamiento de sangre.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca


 

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