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Los inmigrantes centroamericanos no están invadiendo EE.UU., nosotros los invadimos a ellos

John Tarleton
The Indypendent
19 de julio de 2018

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Niños encerrados en perreras, llorando al borde de la carretera por la noche, envueltos en mantas de emergencia brillantes en el suelo de los centros de procesamiento de la Patrulla Fronteriza, escondidos como polizones en un Walmart abandonado, trasladados en avión a cientos de kilómetros de sus padres. El sonido de sus lamentos es una “orquesta” a oídos de un guardia fronterizo, a quien se le oye bromear en un audio captado en un centro de detención de niños que los “único que falta es un director”.

Pero hay un director

Se sienta en una silla de cuero del Despacho Oval con los brazos cruzados en un gesto que no es muy diferente al de un niño caprichoso cuando tiene que esperar. Culpa a sus oponentes de la pesadilla que está perturbando la conciencia estadounidense: 2.300 niños, bebés incluidos, separados de sus padres desde abril, cuando instituyó una política de “Tolerancia Cero” de perseguir judicialmente a padres acusados de tratar de entrar a Estados Unidos por la frontera sur.

“Dios ha ordenado al gobierno para sus fines”, afirma su Fiscal General citando Romanos 13, un versículo de la Biblia que en el pasado se utilizó para justificar la esclavitud.
“Womp-womp”, afirma el exdirector de campaña del presidente imitando el efecto sonoro de “Debbie Downer”.
“A mí no me importa, ¿y a ti?”, preguntan las letras mayúsculas de la chaqueta que cubre a la Primera Dama.

Resulta que a la gente le importa mucho. Sin embargo, a pesar de la mucha atención que ha recibido la detención de niños inmigrantes en las últimas semanas, poco se ha hecho para explicar el origen de esta crisis.

Cuando los medios de comunicación se detienen a explicar por qué los refugiados centroamericanos cruzan la frontera señalan que Honduras, El Salvador y Guatemala (los países de los que provienen la mayoría de los refugiados) son países pobres, inestables políticamente y azotados por los índices de asesinatos más altos del mundo, lo que suscita la pregunta de por qué están tan mal las cosas allí, qué cadena de acontecimientos hace que los padres huyan arriesgando sus vidas, solo para ver cómo les arrebatan a sus hijos y los arrojan en jaulas.

No lo que quiere oír la derecha. Cuando Donald Trump, el Fiscal General Jeff Sessions y Fox News hablan de personas que huyen de sus hogares y viajan miles de kilómetros para entrar en Estados Unidos no ven a personas que pasan penalidades. Ven una “invasión” de hordas de criminales que harán que el resto de nosotros carguemos con su anarquía y sus demandas de servicios públicos.

Eso es una calumnia contra los inmigrantes como grupo, de cuales los estudios señalan constantemente que es menos probable que cometan crímenes y que contribuyen mucho más con sus impuestos de lo que reciben de los servicios públicos. Por lo que se refiere a la “invasión”, ¿y si la verdadera invasión hubiera empezado hace más de un siglo (si no hace cinco siglos) y continuara hasta nuestros días? ¿Y si la invasión no hubiera venido del sur hacia el norte, sino al revés, una invasión de un poderoso vecino del norte con la intención de extraer toda la riqueza y todos los recursos que pueda de naciones más pequeñas y débiles, y dispuestas a someter a sus gobiernos a su voluntad?

República Bananera. Esta expresión evoca imágenes de un lánguido lugar tropical cuyo gobierno es corrupto e inestable, y cuya economía funciona a capricho de unos pocos intereses poderosos. O. Henry fue el primero en usar la expresión en una novela de 1904 basada en la época que pasó en la costa atlántica de Honduras, donde la United Fruit Company se abría paso por la fuerza en el país.

En la vecina Guatemala, la United Fruit se iba a convertir en el mayor terrateniente del país en las primeras décadas del siglo XX, aunque dejó sin cultivar la mayor parte de las tierras para mantenerlas fuera del alcance de potenciales competidores. También controlaba el único ferrocarril del país, las únicas instalaciones que podían generar electricidad y las principales instalaciones portuarias de la costa atlántica del país, además de controlar con mano férrea a las personas que trabajaban para ella.

El Salvador también se convirtió en una República Bananera hecha y derecha a finales del siglo XIX aunque su escarpado territorio en vez de bananas producía café, el principal cultivo de exportación para los mercados internacionales. Entre 1880 y 1914 la exportación de café aumentó más del 1.000 %. Los enormes beneficios fomentaron la rápida concentración de la propiedad de la tierra y el ascenso de una oligarquía conocida como Las Catorce Familias. Este proceso contó con la ayuda de gobiernos favorables al libre mercado que acabaron con las tierras comunales y aprobaron leyes contra la vagancia que garantizaban que los campesinos y otras personas pertenecientes al mundo rural trabajaran en las plantaciones de café. En 1912 se creó la odiada Guardia Nacional como fuerza de policía rural que suprimió cualquier indicio de disidencia.

Seguirían por toda la región ciclos de revuelta y represión con Estados Unidos apoyando invariablemente a monstruosos dictadores que parecían salidos directamente de una novela de Gabriel García Márquez.

En 1932 se aplastó una revuelta campesina en El Salvador y 30.000 personas fueron masacradas en diez días, lo que se conoce como “La Matanza*”. En la vecina Nicaragua el líder rebelde Augusto Sandino fue capturado y ejecutado en 1934 tras asistir a unas negociaciones de paz con el gobierno. Su movimiento fue aniquilado posteriormente, cuando el dictador al que apoyaba Estados Unidos, Anastasio Somoza, se hizo con el poder.

En 1944 varios oficiales progresistas del ejército de Guatemala ayudaron a derrocar a un dictador brutal y dieron paso a una década de sanidad, educación y reformas laborales. Sin embargo, cuando el gobierno de Jacobo Arbenz empezó a redistribuir a los campesinos sin tierra algunas de las fincas sin explotar de la United Fruit un golpe respaldado por la CIA quitó de en medio a Arbenz en 1954. A continuación vino el habitual reino del terror que permaneció durante décadas.

Así pues, ¿qué tiene que ver toda esta historia lejana con las actuales batallas de la inmigración?

A finales de la década de 1970 estallaron las reprimidas exigencias de cambio en América Central. En Nicaragua la dictadura de la familia Somoza fue derrocada por los Sandinistas, un grupo rebelde de izquierda que se inspiró en Sandino y tomó su nombre de él. También en El Salvador y Guatemala surgieron movimientos revolucionarios.

Para Estados Unidos era el momento de hacer cálculos. Nuestro gobierno podía haber apoyado las reivindicaciones de libertad y una vida mejor de los pueblos de América Central, algo que todos queremos para nosotros mismos, pero en vez de ello cuando Ronald Reagan llegó a la presidencia en 1981 Estados Unidos redobló su apoyo a sus aliados anticomunistas regionales y a sus matanzas. Reagan había prometido, con otras palabras, hacer a Estados Unidos grande otra vez tras la derrota estadounidense en Vietnam seis años antes.

Reagan dotó su gobierno de ideólogos de derecha como la embajadora estadounidense ante la ONU Jeane Kirkpatrick, el teniente coronel Oliver North, Elliot Abrams y John Bolton. Consideraban que su batalla contra los movimientos revolucionarios de América Central era una batalla existencial entre el bien y el mal, la democracia capitalista y el comunismo totalitario, en la que el fin justifica los medios. El precio de su guerra santa se pagaría con la sangre de los demás.

En El Salvador los escuadrones de la muerte de la derecha se descontrolaron y mataron a miles de sindicalistas, estudiantes y otras personas, y después arrojaron sus cadáveres desfigurados para que todo el mundo los viera.

Como escribió Joan Didion en Salvador, el relato de 1983 sobre el tormento sufridos en el país centroamericano:

    “Los muertos y los trozos de cadáveres aparecen en El Salvador en todas partes, todos los días, como si se dieran por hecho al igual que en una pesadilla o en una película de horror. Por supuesto, los buitres sugieren la presencia de un cuerpo. Un grupo de niños en las calles sugiere la presencia de un cuerpo. Los cuerpos aparecen entre la maleza de los solares vacíos, en la basura arrojada por los barrancos de los barrios más ricos, en los baños públicos, en las estaciones de autobús. Algunos son arrojados al lago Ilpango, a unos kilómetros al este de la ciudad, lavados en las cabañas y clubes cercanos frecuentados por lo que queda de burguesía deportiva en El Salvador”.

Mientras los activistas supervivientes huían a las montañas para unirse al cada vez mayor movimiento guerrillero, a lo largo de la siguiente década llegaban a El Salvador 5.000 millones de dólares en armas y ayuda para apoyar al gobierno. Hubo más masacres. En uno de los episodios más tristemente célebres de la guerra el Batallón Atlacatl adiestrado y equipado por Estados Unidos masacró a más de 800 campesinos en el pueblo de El Mozote y las aldeas vecinas donde se consideraba que alojaban a simpatizantes de los rebeldes. Como contaba la obra The Massacre at El Mozote de Mark Danner, los soldados salvadoreños mataron primero a todos los adultos y después llevaron a las mujeres jóvenes y a las niñas de incluso 10 años a las colinas cercanas para violarlas en grupo antes de acabar con ellas. Por último, llevaron a los niños pequeños supervivientes de El Mozote a la iglesia vecina donde los mataron a tiros, con las bayonetas o las culatas de los rifles.

La única superviviente de la masacre, Rufina Amaya, madre de cuatro hijos, se escondió en la espesa maleza y no la vieron los soldados. Oyó los gritos de los niños pidiendo ayuda y prometió contar la historia al mundo. Cuando se conoció la noticia el gobierno Reagan calificó la noticia de “fake news”. El New York Times degradó a Raymond Bonner, el periodista que había sacado a la luz la historia. Cuando los investigadores lograron entrar en El Mozote más de una década después encontraron los restos de 131 niños de 12 años o menores.

En Guatemala se desarrolló una dinámica similar en la que se suprimieron sin piedad las protestas urbanas y el ejército llevó a cabo una campaña de “tierra quemada” en las montañas donde masacró pueblos enteros de indios maya a los que consideraba confabulados con los rebeldes de izquierda. En Nicaragua el gobierno Reagan organizó a quienes habían sido partidarios de Somoza en un ejército mercenario conocido como la Contra, que atacó a profesores, médicos y otras personas a las que el gobierno sandinista había enviado al campo a trabajar.

Reagan se quejó de que el dictador de Guatemala, Efraín Ríos Montt, estaba siendo acusado falsamente por quienes le criticaban. Pidió al Congreso que siguiera financiando a la Contra porque los sandinistas “están a solo dos días en coche de Harlingen, Texas” en la frontera entre Estados Unidos y México, como si una nación de tres millones de personas fuera a invadir a una superpotencia nuclear.

Se calcula que las guerras de la década de 1980 en América Central dejaron unas 300.000 personas muertas, la inmensa mayoría de las cuales murió a manos de fuerzas de la derecha. Cientos de miles de personas huyeron a Estados Unidos. Al concluir la Guerra Fría se firmaron acuerdos de paz y acabaron las guerras, lo que dejó a su paso sociedades desestabilizas. La región dejó de ser un punto crítico geopolítico y los políticos de Washington la olvidaron completamente ya que cada vez centraban más su atención en emprender nuevas cruzadas sangrientas en Oriente Próximo.

Pero los círculos de la élite no olvidaron totalmente el derramamiento de sangre en América Central respaldado por Estados Unidos. Cuando en un debate de la campaña electoral de 2004 se le preguntó al vicepresidente Dick Cheney cómo iba a responder el gobierno de George W. Bush a la cada vez mayor insurgencia en Iraq sugirió que la “opción salvadoreña” iba a funcionar. A lo largo de los siguientes siete años las milicias chiíes respaldadas por Estados Unidos desataron una oleada de terror y limpieza étnica contra la minoría sunní, lo que preparó el terreno para la aparición posterior del ISIS.

En El Salvador se produjo un breve momento de esperanza tras la firma en 1992 de los acuerdos de paz entre el gobierno y el FMLN, el grupo rebelde de izquierda. Según estos acuerdos, el FMLN abandonó las armas y se convirtió en un partido político legal. El ejército salvadoreño se redujo a la mitad y se purgó a quienes se sabía que habían violado los derechos humanos. Se disolvió la Guardia Nacional y fue sustituida por una fuerza policial civil a la que se incorporaron algunos excombatientes del FMLN.

El FMLN se presentó por primera vez a las elecciones en la primavera de 1994. En aquel momento yo me alojaba en casa de una familia en un polvoriento pueblo de mercado y hacía autoestop por todo el país sin problemas. La gente me transmitía sobre todo un sentimiento de alivio mezclado con el optimismo de que por fin había terminado un conflicto que había costado la vida de 75.000 personas a lo largo de una docena de años.

El partido conservador ARENA ganó las elecciones y el FMLN quedó en segundo lugar. Todo transcurrió pacíficamente. Cuando volví un año después el miedo a una creciente oleada de criminalidad se había apoderado del país. Pesaba en el ambiente una sensación de amenaza. El nuevo presidente prometió en la televisión nacional perseguir a los criminales con mano dura*.

En aquel momento no me di cuenta de que Estados Unidos había empezado a deportar a miles de jóvenes salvadoreños con antecedentes criminales. En muchos casos los deportados habían llegado de niños a Los Ángeles con sus padres refugiados a principios de la década de 1980 y más tarde se unieron a las bandas callejeras salvadoreñas.

En vez de [las bandas callejeras de] los Bloods y los Crips eran la MS-13 y la 18th Street. Con un Estado débil, pocas oportunidades de trabajo para los deportados (Estados Unidos había cerrado el grifo de la ayuda una vez que acabó la guerra) y gran cantidad de soldados y exguerrilleros desmovilizados El Salvador se convirtió en un caldo de cultivo donde estalló el crimen violento. La MS-13 y 18th Street pronto se extendieron a Guatemala y Honduras con unos resultados igual de desgarradores. Las tres naciones en la mitad norte de América Central se convirtieron en la capital mundial del homicidio.

Cuando menos se esperaba llegaron buenas noticias a Honduras. El país se había librado de lo peor de la década de conflictos de 1980, aunque era uno de los países más pobres del hemisferio occidental. En 2006 un magnate maderero y ganadero llamado Manuel “Mel” Zelaya se convirtió discretamente en presidente. Para sorpresa de todo el mundo Zelaya se inclinó rápidamente a la izquierda. En los tres años y medio que permaneció en el cargo se introdujo la educación gratuita universal con comidas gratuitas para los niños pobres, el salario mínimo subió un 80 % y por primera vez se incluyó a los empleados domésticos en el sistema de seguridad social. Zelaya también estableció relaciones de amistad con Cuba y estrechó una alianza con la Venezuela de Hugo Chávez que ayudó a financiar sus cada vez mayores gastos sociales.

Por primera vez en su larga historia oligárquica Honduras tenía un presidente que hacía algo por el pueblo. Las elites hondureñas y los halcones estadounidenses consideraron que Zelaya era intolerable. En junio de 2009 fue derrocado en un golpe con la ayuda tácita del gobierno Obama y enviado al exilio en medio de la noche.

Hubo protestas masivas pero el nuevo gobierno se aferró al poder. Tanto el crimen común como el político se dispararon. Las elecciones presidenciales de 2013 y 2017 estuvieron empañadas por denuncias de fraude y la policía asesinó a manifestantes en contra del gobierno. En medio del caos empezaron a llegar refugiados a Estados Unidos en 2014. Tras un momento de calma está volviendo a aumentar la cantidad de personas refugiadas solicitantes de asilo procedentes de América Central. Barack Obama, el frío e indiferente deportador número uno, supervisó la expulsión de tres millones de inmigrantes durante sus ocho años como presidente solo para ser sustituido por Donald Trump con su racismo desnudo y descarado.

Aunque los tribunales tendrán que pronunciarse sobre las cuestiones legales, personas de todo el país están a la cabeza con actos de solidaridad. Ofrecemos unos cuantos ejemplos:

Valle de Rio Grande — En este rincón de Texas que suele estar dormido oleadas de manifestantes de todo el país han acudido a los centros de detención donde se ha almacenado a los niños refugiados.

Ciudad de Nueva York — La noche del 20 de junio cientos de neoyorquinos acudieron a aeropuerto de La Guardia para saludar a los niños separados de sus padres y enviados a la zona de Nueva York en aviones comerciales.

San Diego — Varios líderes religiosos acudieron el 23 de junio al centro de detención de Otay Mesa y cantaron “No estás solo*”. Cuando las personas presas los oyeron vitorearon en voz alta.

Portland — El 17 de junio los manifestantes bloquearon la sede local de [la agencia estadounidense de inmigración] Immigration and Customs Enforcement (ICE) y establecieron una campamento frente al edificio que en los diez días siguientes se convirtió en una miniciudad con 90 tiendas de campaña, una estación de agua potable, una tienda destinada a servicios médicos y otra a los niños. Al cierre de esta edición de The Indypendent el alcalde de Portland Ted Wheeler se niega a desmantelar el campamento. Desde entonces han surgido otros campamentos similares ante sedes del ICE en otras ciudades.

El drama que se está desarrollando ahora mismo no consiste solamente a las familias detenidas y a su suerte, sino también en qué tipo de sociedad queremos. En medio de guerras, de los llamados Estados fallidos y, sobre todo, del cambio climático el siglo XXI será un siglo con una emigración humana sin precedentes, ¿cómo vamos a responder?

Desde el momento en que bajó por las escaleras mecánicas de la Torre Trump para anunciar su candidatura a la presidencia Donald Trump ha recurrido a la paranoia racista de sus seguidores del “Hacer Estados Unidos grande otra vez”. Ahora que sus políticas crueles han provocado un rechazo generalizado se está promoviendo otra visión más inclusiva de quiénes podemos ser.

Lo más inteligente que se puede hacer es dar la bienvenida a los refugiados de América Central. Con el tiempo contribuirán mucho a nuestra sociedad. Y lo que es más importante, es lo correcto. También nos da la oportunidad de asumir la historia que los ha traído aquí y de empezar a asumir la responsabilidad de ello. Cuando abrazamos a una persona refugiada abrazamos lo mejor de nosotros mismos. Como dice el dicho, el amor triunfa sobre el odio, pero solo si lo hacemos posible.

*En castellano en el original (N. de la t.)

Fuente: http://indypendent.org/2018/07/its-the-other-way-around/


 

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