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Eric Ross, La pesadilla atómica, antes y ahora

PUBLICADO EL 17 DE JULIO DE 2025

Ya ningún niño está debajo de un pupitre, y ¿no es extraño cuando lo piensas? Al fin y al cabo, cuando yo me "agachaba y cubría" como Bert la Tortuga en la escuela en los años 50, acurrucándome bajo mi pupitre mientras las sirenas aullaban fuera de la ventana del aula, "sólo" (y sí, necesito ponerlo entre comillas, ya que eran claramente dos de más incluso entonces) dos países, el mío y la Unión Soviética, tenían armas nucleares; y sólo dos bombas atómicas, apodadas con demasiado encanto "Little Boy" y "Fat Man", habían sido utilizadas (con efectos devastadores) los días 6 y 9 de agosto de 1945 contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, masacrando a entre 110.000 y 210.000 personas. Imagínese eso, e imagínese también que el armamento atómico de hoy es mucho más potente y destructivo que esas dos bombas, que nueve países poseen ahora ese tipo de armamento, y que mi propio país está planeando seguir "modernizando" su arsenal nuclear por un valor estimado de 1,7 billones de dólares (no, no es un error de imprenta) o más en las próximas décadas.

Y mi país, junto con Israel, también una potencia nuclear, acaba de lanzar una serie de ataques devastadores (no nucleares) contra Irán, supuestamente para evitar que se convierta en el décimo país en poseer armas nucleares (aunque parece claramente improbable que el régimen iraní estuviera siquiera tratando de producir tal armamento).

En definitiva, considérese el equivalente posmoderno de un milagro que, 80 años después de que se lanzaran aquellas bombas atómicas sobre ciudades japonesas, no se haya vuelto a utilizar ese tipo de armamento, aunque haya seguido aumentando su potencia y extendiéndose por todo el planeta.  Al fin y al cabo, desde la década de 1980 se sabe que una guerra nuclear entre dos potencias (como India y Pakistán) podría provocar un "invierno nuclear" global que, con demasiada rapidez, daría lugar al equivalente de las grandes extinciones a largo plazo de la historia pasada de este planeta.

Y con todo esto en mente en este planeta nuestro cada vez más extraño, dejemos que Eric Ross les lleve en un pequeño tour por el mundo de la producción de la primera bomba atómica, lo que los científicos que la fabricaban ya entendían de ella, y por qué la mayoría de ellos siguieron creándola de todos modos, enviándonos a otro universo. Tom

80 años después de Trinity

¿Por qué hubo tan poca disidencia en Los Álamos y qué significa hoy?

POR ERIC ROSS

En los últimos meses, las armas nucleares han vuelto a aparecer en los titulares mundiales. India y Pakistán, dos países con armamento nuclear, estuvieron al borde de una guerra total, un enfrentamiento que podría haberse convertido en un acontecimiento de nivel de extinción, con el potencial de cobrarse hasta dos mil millones de vidas en todo el mundo.

La inestabilidad de un orden mundial estructurado sobre el apartheid nuclear también se ha puesto de manifiesto en el contexto de los recientes ataques a Irán por parte de Israel y Estados Unidos. Ese sistema ha afianzado un peligroso doble rasero, creando incentivos perversos para la proliferación de armamento destructor del mundo, que ya poseen nueve países. Muchas de esas naciones utilizan sus arsenales para ejercer la impunidad imperial, mientras que los Estados no nucleares se sienten cada vez más obligados a buscar armas nucleares en nombre de la seguridad nacional y la supervivencia.

Mientras tanto, las mayores potencias nucleares no muestran el menor signo de responsabilidad o moderación. Estados Unidos, Rusia y China están invirtiendo grandes sumas en la "modernización" y ampliación de sus arsenales, alimentando una renovada carrera armamentística. Y esa escalada se produce en medio de una creciente inestabilidad global que contribuye a un mundo maniqueo de bloques armados antagónicos, que recuerda a la Guerra Fría en su peor momento.

La amenaza nuclear pone en peligro no sólo la paz y la seguridad mundiales, sino la continuidad misma de la especie humana, por no hablar de la simple supervivencia de la vida en la Tierra. ¿Cómo, se preguntarán, hemos podido llegar a una situación tan precaria?

La crisis actual coincide con el 80º aniversario de la Prueba Trinity, la primera detonación de un arma atómica que pronto arrasaría las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, inaugurando así la era atómica. Tantos años después, merece la pena reevaluar críticamente las decisiones que confirieron a la humanidad tal poder de autoaniquilación. Después de todo, seguimos viviendo con las consecuencias de las decisiones tomadas (y no tomadas), incluidas las de los científicos que crearon la bomba. Esa historia también sirve para recordarnos que entonces existían caminos alternativos y que otro mundo sigue siendo posible hoy en día.

Historia de dos laboratorios

En el verano de 1945, científicos y técnicos del Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México, trabajaban febrilmente para completar la construcción de la bomba atómica. Mientras tanto, sus colegas del Laboratorio Metalúrgico de la Universidad de Chicago organizaban un último esfuerzo, a la postre infructuoso, para impedir su uso.

La alarma que cundía en Chicago se debía a una constatación aleccionadora. El Proyecto Manhattan, al que se habían unido creyendo que estaban en una carrera armamentística existencial con la Alemania nazi, se había revelado para entonces como una contienda claramente unilateral. Hasta entonces, el espectro de una posible bomba atómica alemana había conferido un sentido de urgencia y un barniz de legitimidad moral a lo que, por lo demás, muchos científicos reconocían como una empresa profundamente contraria a la ética.

Antes de la caída de Berlín, los servicios de inteligencia aliados ya habían empezado a albergar serias dudas sobre los progresos de Alemania en el desarrollo de un arma atómica. En abril de 1945, con el régimen nazi en estado de colapso y la derrota de Japón inminente, la amenaza que sirvió de justificación original para el desarrollo de la bomba prácticamente se había desvanecido.

La bomba ya no se presentaba como un elemento disuasorio plausible, sino que estaba a punto de convertirse en lo que J. Robert Oppenheimer, director de Los Álamos, describiría poco después de la guerra como "armas de terror, de sorpresa, de agresión... [utilizadas] contra un enemigo esencialmente derrotado".

Para entonces, era evidente que la bomba no se utilizaría para disuadir a Alemania, sino para destruir Japón, y no como acto final de la Segunda Guerra Mundial, sino como salva inicial de lo que se convertiría en la Guerra Fría. El verdadero objetivo de la primera bomba atómica no era, de hecho, Tokio, sino Moscú, con los habitantes de Hiroshima y Nagasaki sacrificados en el altar de la ambición imperial global estadounidense.

Para los científicos de Chicago, ese nuevo contexto exigía nuevas ideas. En junio de 1945, un comité de físicos dirigido por James Franck presentó un informe al Secretario de Guerra Henry Stimson advirtiéndole de las profundas consecuencias políticas y éticas de emplear una bomba de ese tipo sin agotar todas las demás alternativas. "Creemos", decía el Informe Franck, "que el uso de bombas nucleares para un ataque temprano y no anunciado contra Japón [sería] desaconsejable". En su lugar, el informe proponía una demostración ante observadores internacionales, argumentando que tal demostración podría servir como gesto de buena voluntad y podría evitar por completo la necesidad de utilizar las bombas.

Uno de los firmantes de ese informe, Leo Szilard, que había sido uno de los primeros defensores de la bomba, trató además de evitar lo que había llegado a reconocer como el catastrófico resultado potencial de su creación. Con Alemania derrotada, sentía la responsabilidad personal de invertir el curso que había ayudado a poner en marcha. Haciéndose eco de las preocupaciones expresadas en el Informe Franck, redactó una petición para hacerla circular entre los científicos. Aunque reconocía que la bomba podría ofrecer ventajas militares y políticas a corto plazo contra Japón, advertía de que su despliegue resultaría en última instancia moralmente indefendible y estratégicamente contraproducente, una postura que también mantendrían seis de los siete generales de cinco estrellas y almirantes estadounidenses de aquel momento.

Szilard subrayó que la bomba atómica no era sólo un arma más potente, sino una transformación fundamental de la naturaleza de la guerra, un instrumento de aniquilación. Ya temía que los estadounidenses llegaran a lamentar que su propio gobierno hubiera sembrado la semilla de la destrucción global al legitimar la repentina obliteración de ciudades japonesas, un precedente que haría especialmente vulnerable a un país fuertemente industrializado y densamente poblado como Estados Unidos.

Además, llegó a la conclusión de que el uso de esas armas de inimaginable poder destructivo sin una justificación militar suficiente socavaría gravemente la credibilidad estadounidense en futuros esfuerzos de control de armamentos. Observó que el desarrollo de la bomba en condiciones de extremo secreto bélico había creado una situación abyectamente antidemocrática, en la que se negó al público toda oportunidad de deliberar sobre una decisión tan irrevocable y trascendental.

Como señalaría poco después Eugene Rabinowitch, coautor del Informe Franck (que más tarde sería cofundador del Boletín de Científicos Atómicos), los científicos de Chicago estaban cada vez más inquietos ante la escalada de secretismo: "Muchos científicos empezaron a preguntarse: ¿contra quién iba dirigido este secretismo extremo? ¿Qué sentido tenía ocultar nuestro éxito a los japoneses? ¿Les habría ayudado saber que teníamos preparada una bomba atómica?".

Rabinowitch llegó a la conclusión de que el único "peligro" que planteaba esa revelación era que se demostrara que los científicos de Chicago tenían razón y Japón se rindiera. "Puesto que no había ninguna razón justificable para mantener la bomba en secreto ante los japoneses", argumentó, "muchos científicos consideraron que el propósito de profundizar en el secreto era mantener el conocimiento de la bomba... ante el pueblo estadounidense".

En otras palabras, a los funcionarios de Washington les preocupaba que una manifestación exitosa pudiera privarles de la codiciada oportunidad de utilizar la bomba y hacer valer su recién adquirido monopolio (aunque temporal) de un poder sin precedentes.

El camino a Trinity y el culto a Oppenheimer

Setenta científicos de Chicago apoyaron la petición de Szilard. Para entonces, sin embargo, su influencia en el proyecto había disminuido claramente. A pesar de sus primeras contribuciones, en particular el logro de la primera reacción nuclear en cadena autosostenida en diciembre de 1942, el centro de gravedad del proyecto se había desplazado a Los Álamos.

Consciente de ello, Szilard intentó hacer circular la petición también entre sus colegas, con la esperanza de invocar un sentido compartido de responsabilidad científica y despertar su conciencia moral en las semanas críticas que precedieron a la primera prueba del arma. ¿Por qué fracasó ese esfuerzo? ¿Por qué hubo tan poca disensión, debate o resistencia en Los Álamos, dada la creciente oposición científica, rayana en la revuelta, que había surgido en Chicago?

Una respuesta está en el propio Oppenheimer. En la cultura popular y en los estudios históricos, su legado se presenta a menudo como el de una figura trágica: el arquitecto renuente de la era atómico, un idealista arrastrado a la tarea éticamente delicada de crear un arma de destrucción masiva obligado por las exigencias percibidas de una guerra existencial.

Sin embargo, el mito que lo presenta como una figura prometeica que sufrió por desatar las fuerzas fundamentales de la naturaleza sobre una sociedad que no estaba preparada para asumir la responsabilidad de ello oscurece el alcance de su complicidad. Lejos de ser un participante pasivo, en los últimos meses del Proyecto Manhattan se reveló como un colaborador voluntario en la coordinación de los próximos bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

Cuando Oppenheimer y el físico Edward Teller (que llegaría a ser conocido como "el padre de la bomba de hidrógeno") recibieron la petición de Szilard, ninguno de los dos la compartió. Mientras que Oppenheimer no ofreció ninguna respuesta, Teller dio una explicación sorprendente: "Las cosas en las que estamos trabajando son tan terribles que ninguna protesta o jugueteo con la política salvará nuestras almas". Rechazó además la idea de que tuviera alguna autoridad para influir en el uso de la bomba. "Tal vez piensen que es un crimen seguir trabajando", concedió, "pero creo que haría mal si intentara decir cómo atar el dedito del fantasma a la botella de la que acabamos de ayudarle a escapar".

Teller afirmó más tarde estar "absolutamente de acuerdo" con la petición, pero añadió que "Szilard me pidió que recogiera firmas... Sentí que no podía hacerlo sin antes pedir permiso a Oppenheimer de forma más directa. Lo hice y Oppenheimer me convenció de que no lo hiciera, diciendo que nosotros, como científicos, no tenemos por qué inmiscuirnos en presiones políticas de ese tipo... Me avergüenza decir que consiguió convencerme de que no lo hiciera".

Es probable que la explicación de Teller fuera interesada, dada su posterior enemistad con Oppenheimer por la bomba de hidrógeno. Sin embargo, otras pruebas indican que Oppenheimer trató activamente de suprimir el debate y la disidencia. El físico Robert Wilson recordaba que, a su llegada a Los Álamos en 1943, planteó su preocupación por las implicaciones más amplias de su trabajo y los "terribles problemas" que podría crear, sobre todo teniendo en cuenta la exclusión de la Unión Soviética, entonces aliada. El director de Los Álamos, recordaba Wilson, "no quería hablar de ese tipo de cosas" y en su lugar redirigía la conversación hacia asuntos técnicos. Cuando Wilson ayudó a organizar una reunión para discutir la futura trayectoria del proyecto tras la derrota de Alemania, Oppenheimer le advirtió que no lo hiciera, advirtiéndole que "se metería en problemas por convocar una reunión así."

No obstante, la reunión siguió adelante con la asistencia de Oppenheimer, aunque su presencia resultó agobiante. "Participó mucho, dominando la reunión", recordó Wilson. Oppenheimer aludió a la próxima Conferencia de San Francisco para la creación de las Naciones Unidas e insistió en que las cuestiones políticas serían tratadas allí por los más expertos, dando a entender que los científicos no tenían ningún papel que desempeñar en tales asuntos y debían abstenerse de influir en las aplicaciones de su trabajo.

Reflexionando sobre su mentalidad en aquella época, Oppenheimer explicó: "Cuando ves algo que es técnicamente dulce, sigues adelante y lo haces y discutes sobre qué hacer al respecto sólo después de haber tenido tu éxito técnico. Así ocurrió con la bomba atómica". En una línea similar, su a menudo citado comentario de que "los físicos han conocido el pecado" fue frecuentemente malinterpretado. No se refería, insistió, al "pecado" de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, sino al orgullo por "intervenir explícita y contundentemente en el curso de la historia humana".

Cuando se sitúa en este contexto más amplio de un compromiso declarado con el desapego científico, el comportamiento de Oppenheimer resulta más inteligible. En la práctica, sin embargo, sus ideales declarados contrastaban fuertemente con su conducta. Aunque afirmaba rechazar el compromiso político, al final intervino precisamente de esa manera, utilizando su posición para abogar enérgicamente por el uso militar inmediato de la bomba contra Japón sin previo aviso. Se convirtió en uno de los principales opositores a cualquier posible demostración, advirtiendo que socavaría el impacto psicológico del uso de la bomba, que sólo podría conseguirse mediante una detonación repentina y sin previo aviso sobre un objetivo relativamente intacto y no militar como la ciudad de Hiroshima. Esta postura contrastaba fuertemente con la de los científicos de Chicago, de los cuales sólo el 15% apoyaba el uso de la bomba de esa manera.

Ese clima de deferencia fomentó una cultura de complicidad, en la que las cuestiones de responsabilidad social se subordinaban a la fe acrítica en la autoridad. Reflexionando sobre esa dinámica, el físico Rudolf Peierls reconoció: "Sabía que Oppenheimer estaba en un comité y que se reunía con los altos cargos. Pensaba que había dos cosas en las que se podía confiar: Oppenheimer para exponer las ideas razonables, y que se podía confiar en la gente. Al fin y al cabo, no somos terroristas de corazón ni nada parecido... Ambas afirmaciones podrían ser ahora un tanto optimistas".

En última instancia, el único miembro de Los Álamos que manifestó su desacuerdo fue Joseph Rotblat, que dimitió discretamente por motivos éticos tras enterarse en noviembre de 1944 de que no había ningún programa nazi activo de fabricación de bombas atómicas. Sin embargo, su marcha siguió siendo un acto personal de conciencia, más que un esfuerzo por iniciar un ajuste de cuentas moral más amplio dentro de la comunidad científica.

"Recuerda tu humanidad"

El legado de Oppenheimer, una carga que todos llevamos ahora, reside en haber confundido la proximidad al poder con el poder mismo. En lugar de utilizar su influencia para frenar el uso de la bomba, ejerció la autoridad que tenía para facilitar su resultado más catastrófico, confiando sus consecuencias a líderes políticos que pronto revelaron su imprudencia. Al hacerlo, contribuyó a sentar las bases de lo que el presidente Dwight D. Eisenhower, en su discurso de despedida ante el Congreso en 1961, advertiría como "el desastroso ascenso de un poder mal situado".

Sin embargo, no estamos condenados. Esta historia también debería recordarnos que el desarrollo y el uso de armas nucleares no eran inevitables. Hubo quienes alzaron la voz y otro camino podría haber sido posible. Aunque no podemos saber con exactitud cómo se habrían desarrollado los acontecimientos si la disidencia se hubiera amplificado en lugar de suprimirse, podemos alzar nuestras propias voces ahora para exigir un futuro más seguro y sensato. Nuestra supervivencia colectiva puede depender de ello. No se sabe cuánto tiempo más podrá resistir un mundo armado con armas nucleares. El único camino viable hacia adelante consiste en renovar el compromiso de, como instaban Albert Einstein y Bertrand Russell, "recordar tu humanidad y olvidar el resto". Con cada vez más naciones desarrollando arsenales cada vez más potentes, una cosa sigue estando clara: a medida que el Reloj del Juicio Final se acerca cada vez más a la medianoche, no hay tiempo que perder.


 

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