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La tortura: el mensaje y los mensajeros

Maciek Wisniewski
La Jornada
13 de febrero de 2013

La nueva película de Kathryn Bigelow, Zero dark thirty (2012), sobre la búsqueda de Osama bin Laden, superficial y llena de clichés propagandísticos, centrada en su protagonista, la agente de la CIA Maya en una misión casi personal de agarrarlo, despertó un debate en torno a la representación de los interrogatorios coercitivos (eufemismo que remplazó la tortura) y su papel en atrapar al terrorista número uno.

Según la directora, las escenas de tortura sólo reflejan la realidad, pero según Slavoj Zizek afirma que la película presenta neutralmente la lucha antiterrorista rechazando el moralismo; es su defensa más obscena. Para él, la neutralidad normaliza la tortura, señal de un vacío moral que se acerca: “hace 20 años era imposible que una película mostrara tortura así (Zero dark thirty: Hollywood’s gift to american power, The Guardian, 25/1/2013).

Es cierto. Recordemos Rambo III (1988), el máximo producto ideológico del final de la guerra fría: John Rambo va a Afganistán para liberar a su amigo torturado por los malos soviéticos. En aquel entonces nosotros no torturábamos, ellos sí, y unirse a los buenos muyahidines (entre los cuales, en la vida real, estaba Osama, colaborador de la CIA...).

Ya en otros lugares Zizek señalaba que hasta 9/11 ningún político o comentarista serio consideraba el uso de las torturas como estándar aceptable.

Por supuesto que los gobiernos recurrían a la tortura, pero no necesitaban exponerla. Incluso cuando su uso era obvio, como durante la guerra sucia en América Latina, trataban de mantener el secretismo (Greg Grandin en su Empire’s workshop, 2006, recuerda cuánto la guerra global al terror debe a la experiencia de torturas asesoradas por la CIA en la región).

Pero después de 9/11 la tortura irrumpió en el seno del orden ideológico.

Los juristas y comentaristas, como Alan Dershowitz, justificaban su uso “con el permiso de la corte (la nueva normalización parecía más peligrosa que la vieja hipocresía).

Políticos e ideólogos liberales, como Michael Ignatieff, la condenaban moralmente, pero trataban como un mal menor (The lesser evil: political ethics in an age of terror, 2004).

Bush mentía (¡nosotros no torturamos!), pero Cheney la defendía con el mismo argumento que expuso en su autobiografía: “para combatir el mal había que cruzar al dark side of the force; según él, gracias a ella se salvaron miles de vidas (In my time, 2011).

Michael Moore, defendiendo por su parte a Zero dark thirty, contrasta la incompetencia del dúo Bush/Cheney y sus magros resultados con la eficiencia de Obama que prohibió la tortura y forzó los agentes a hacer un trabajo policiaco que, como se ve en la película, por fin da frutos, por lo que, según Moore, ésta está en contra de la tortura (In defense of Zero dark thirty, The Huffington Post, 25/1/2013).

Pero sus elogios del filme y de Obama resultan problemáticos.

Es verdad que el nombre del mensajero de Al Qaeda que lleva a la CIA con Osama estuvo en su posesión antes, por una denuncia, y que los agentes siguieron su pista con métodos operativos, pero la importancia de este hombre fue revelada sólo gracias a la tortura.

Jamás Maya (uno de los terroristas muere en su waterboarding) ni otro agente responden por sus crímenes y acaban aclamados también por Moore como detectives, lo que legitima la impunidad (su rechazo debería ser uno de los puntos en contra de la película y de la tortura en general).

Y Obama, aunque cerró los black sites, no cerró el gulag Guantánamo, entrega los prisioneros para que los torturen agentes de otros países, recurre a las ejecuciones extrajudiciales (el caso del mismo Osama) y decidió poner fin a las investigaciones sobre la tortura de la CIA (Alfred McCoy, Normalizing torture. Impunity at home, rendition abroad, counterpunch, 14/9/2012).

El asunto va más allá de si fue la tortura lo que ayudó a atrapar a Osama o no, o si ésta da resultados o no. También lo menciona Moore, pero la posición de Zizek es más clara y hay que concordar con él: simplemente no se debe usarla por motivos morales. Su abandono y rechazo sin necesidad de argumentar, como por ejemplo en caso de la violación, son una muestra del progreso ético.

Lo más peligroso de la normalización de la tortura en la vida pública es que se trata de una herramienta no sólo para degradar los estándares éticos, sino también para atacar otros valores sociales y democráticos. En este sentido, nosotros somos su objeto y sus últimas víctimas.

Como en la fórmula de McLuhan, la tortura no lleva ningún mensaje; por sí misma se convirtió en uno, para causar cambios en nosotros mismos. Se lo ve claramente en el contexto de la crisis.

El mismo orden ideológico que empuja la degradación de lo moral en nosotros es responsable por la bajada de estándares sociales, la eliminación del estado de bienestar y del sentimiento de lo público.

El mismo razonamiento que está detrás de la suspensión de garantías individuales para salvar vidas sirve para la suspensión de reglas democráticas para salvar la economía por las elites que torturan sus sociedades con los recortes, usando la crisis como una terapia de choque para estabilizar y radicalizar el capitalismo (recordemos la descripción de Naomi Klein de esta fórmula basada en experimentos de tortura).

Rambo fue un eufórico mensajero del imperio en auge. El mismo era el más importante como símbolo de la libertad y triunfo del capitalismo sobre el socialismo real. Maya es sólo una triste mensajera del imperio en ocaso, sumergido en una profunda crisis sistémica. Como símbolo es irrelevante: lo que cuenta es su mensaje (la tortura) y sus efectos ideológicos para salvar el capitalismo, por encima de todas las libertades y derechos.

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2013/02/10/opinion/022a1mun


 

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